Aprovechando que estamos en septiembre, el mes de la patria, me puse a pensar en la historia que nos enseñan en la escuela. Esa de la que generalmente nos cuentan sólo una parte, y a veces muy deformada, de los acontecimientos históricos. No sólo delimitada por la propia geografía del país (es decir, contada exclusivamente de fronteras hacia adentro), sino también limitada a sólo unas cuantas verdades, eso sí, aderezadas con mitos y poblada de múltiples héroes, algunos auténticos, otros maquillados y algunos más, literalmente, sacados de la manga. A ciertos personajes históricos se les inventó no sólo la existencia sino también, los pasos que dieron; otros tantos fueron borrados de la historia, dejando en su lugar a seres fabricados exclusivamente para enaltecer y construir el fervor patrio, modificando a su conveniencia, momentos, trazos, pasos y hasta fechas. De algunos, sólo se conoce su supuesta, o no, heroicidad, pero sin saber cómo era realmente la persona, cómo fue su vida y sobre todo, sus circunstancias personales e históricas. Nos dibujan al personaje, nos fabrican un icono que nos hace claramente identificarlo, quererlo y, sobre todo, admirarlo. Algunos, con el tiempo, ya no se parecen ni siquiera físicamente a la persona que algún día fueron, como es el caso de José María Morelos y Pavón, al que pareciera que le han dado la misma fórmula que tomaba Michael Jackson, y observamos atónitos, el potente efecto blanqueador en su cada vez más albo rostro.
Pero, ¿qué sucedía del otro lado del mar, cuando Don Miguel Hidalgo y Costilla llamaba a misa, se levantaba en armas y reclamaba sus derechos, mientras la virgen de Guadalupe le servía de estandarte? ¿Cuánto de la historia que nos han contado es verdad y cuánto de ella es mito? Hidalgo y compañía estaban molestos, y con razón, porque en la madre patria el rey que ahora gobernaba ya no era el rey de siempre, sino que era un rey francés.
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2 de mayo, Goya |
Napoleón Bonaparte había invadido España en 1808 (so pretexto de atravesar la península para conquistar Portugal) y conseguido, se supone que por la fuerza, nunca lo sabremos, que el rey Carlos IV (el famoso jinete del conocido caballito que ahora relincha frente al Palacio de Minería, en la Ciudad de México) abdicase a favor de su hijo Fernando de Borbón, el cual a su vez abdicó a favor del emperador francés. La corona, entonces, fue a dar a la cabeza del hermano de Napoleón, José Bonaparte, quien fue coronado como José I de España y conocido por los maledicentes españoles, incluidas las colonias, como Pepe Botella. El supuesto borrachín (muchas fuentes aseguran que no lo era), mandó a Madrid a su guardia de dragones franceses, comandada por su cuñado, el general Mounsieur Murat. Un 1 de mayo, de infausto recuerdo, hubo un levantamiento civil que acabó al día siguiente en fusilamientos masivos, magistralmente plasmados por Goya. (Bravo por Murat, haciendo amigos para José). Este hecho se considera el desencadenante de la guerra de independencia de España. Curioso, ¿no?
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Fotograma de Curro Jiménez |
Cuando yo empecé a indagar con mis amigos españoles sobre qué recuerdan que pasaba en España a principios del siglo XIX, todos en seguida contestaron que ese periodo es el de la guerra de Independencia, pero no hablaban de la independencia de las colonias americanas, sino de la propia. Hablaban precisamente de la guerra contra la invasión francesa, que los tuvo muy entretenidos y ocupaba toda su fuerza, sus recursos y sus no pocas preocupaciones. Si a ello vamos, el héroe televisivo de su infancia es Curro Jiménez, guerrillero patilludo y español, que trabuco en ristre, lucha contra las pérfidas fuerzas de ocupación francesa en la sierra Morena (sí, de aquélla sierra de donde baja el par de ojitos negros) capítulo tras capítulo.
La situación en la Península era de crisis y levantamientos muy diversos pues unos años antes también habían tenido enfrentamientos con los ingleses. Los recursos eran insuficientes, incluso los que venían procedentes de las colonias, que ya se mostraban inconformes pues se les estaba exigiendo mucho más para poder resistir la embestida napoleónica. Por un lado estaban los partidarios de Napoleón y todo su pensamiento revolucionario, procedente de la Ilustración (los afrancesados, favorables a la igualdad, fraternidad, libertad, el sistema internacional, Dios como una hipótesis no necesaria, etc.) y por otro, los que estaban en contra de la invasión francesa y a favor de la vuelta de Fernando VII (iglesia, monarquía, oscurantismo, analfabetismo y todo lo que caracterizó a España durante los siguientes dos siglos).
Del otro lado del charco, las noticias sobre la situación en la Península, obviamente, generaron preocupaciones, algunos planes ambiciosos del virrey y mucha confusión. En 1808, en la Nueva España, gobernaba el virrey José de Iturrigaray que, aprovechando el vacío de poder generado por la conquista napoleónica, vio una oportunidad excelente para incrementar su poder eliminando el “vi” de su título. Reunió al Real Acuerdo, con quienes decidió que debía mantenerse al frente del gobierno, pero ahora en representación de la soberanía popular. Con él estaba Francisco Primo de Verdad, quien iba aún más allá. Él propuso, junto con otros criollos, que debían separarse absolutamente de España, es decir, independizarse antes de que Francia saliera victoriosa y reclamara su derecho a gobernar en la Nueva España. (No olvidemos que el francés invasor era un tal Napoleón Bonaparte, emperador e invicto). Sin embargo, la Real Audiencia, conformada mayoritariamente por españoles peninsulares, rechazó semejante propuesta.
Así pues, el 15 de septiembre, ojo, de 1808, se dio una rebelión encabezada por Gabriel Yermo, un terrateniente español, quien con la Real Audiencia de su parte, apresó a Iturrigaray acusándolo de sublevarse contra la corona española. Primo de Verdad y algunos más, también fueron detenidos. Seguramente hubo muchos gritos ese 15 de septiembre, tanto de un lado como de otro. ¡La independencia se estaba urdiendo, nada más y nada menos, que encabezada por el propio Virrey español!
Tras el apresamiento de Iturrigaray, fue nombrado como nuevo virrey Pedro de Garibay, un viejito de más de ochenta años, decrépito y dócil (según las crónicas de la época), que era fácilmente manejable y, por tanto, útil para los intereses de los españoles en la Nueva España. El venerable anciano les duró solo ocho meses.
En la revolucionada Península, entre tanto, se cocían las Juntas de Cádiz, que dieron como resultado una constitución. La que acabó viendo la luz, bajo el bombardeo francés, el 19 de marzo de 1812 y es llamada cariñosa y coloquialmente “La Pepa” por haberse proclamado el mero día de San José.
Pero regresemos a la Nueva España. Tras el apresamiento de aquellos primeros insurgentes, diferentes facciones aparecen en todos los bandos; criollos descontentos, peninsulares que querían ser rey en lugar del rey, curas liberales aunque monárquicos y nobles preocupados por la pérdida de sus prebendas. Y en una esquina estarían los monárquicos peninsulares pro España. Era una esquinita rica y, en los años por venir, sería uno de los pilares financieros fundamentales de los insurgentes españoles. Sí, hemos dicho bien, insurgentes, no nos olvidemos de que la corona acariciaba legalmente la brillante calva del ilustrado y culto Pepe Botella.
En resumen, en España se estaban pegando con el ejército más poderoso de la época, mientras que en México, los peninsulares realistas, en lugar de recibir tropas enviaban dinero a nombre del rey niño, Fernando VII.
Entre tanto, los criollos seguían, en mayor o menor medida, su propia vía mexicana; unos querían la independencia y otros temían por la pérdida de sus títulos nobiliarios (nunca hay que olvidar que los derechos nobiliarios emanan directamente del derecho divino del rey a ser rey).
Volvamos a “El Grito”. Evidentemente Hidalgo, si a algo llamó, fue el domingo 16 de septiembre de 1810, por la mañana, a misa. No perdamos de vista que era cura, de formación jesuita, monárquico y hombre de su época, aunque liberal. Sea como sea, inició un movimiento armado que acabó, masacres de civiles incluidas, con su cabeza decorando la Alhóndiga de Granaditas menos de un año más tarde. Lo que nos sitúa en 1811.
Pasaron diez años y un pájaro por el mar (varios padres de la patria mediante; Allende, Aldama, Ortíz de Domínguez, Morelos, etc) y nos situamos en 1821. Llega a México un nuevo virrey, ya no le llamaban así, sino Jefe Político Superior de la provincia de Nueva España, con la misma autoridad y reconocimiento que el de Galicia, Madrid o Cataluña y con una nueva constitución bajo el brazo. Hablamos de nuestra querida Pepa, por fin instaurada tras la expulsión de José I y la vuelta de Fernando VII. Esa constitución, entre otras muchas cosas, reconoce los derechos y deberes, casi más propios del siglo XX, a todos los ciudadanos de España. Esto incluía a todos, indígenas, criollos, mulatos, peninsulares, etc. (desde el Pacífico hasta América, pasando por la Península) independientemente de su origen geográfico, su raza o su condición. Era una constitución muy moderna, tanto, que fue el modelo de la mayor parte de las constituciones de los países de América Latina que ganaron su independencia en los siguientes años. No por nada, el Zócalo de la Ciudad de México, fue denominado como Plaza de la Constitución de Cádiz. Sin embargo, el reconocimiento de la igualdad entre sexos no llegaría en España hasta la primera república. (Y eso que se llamaba Pepa).
O sea, tenemos en México a un virrey que no es virrey, Juan O’ Donojú. A un gobernador militar encargado de acabar con la insurgencia, Agustín de Iturbide. Y a una docena de jefes insurgentes independentistas que llevaban en guerra más de diez años dispersos por la orografía de la futura nación (nación cuyo territorio iba a comprender, durante unos años, todo lo que había desde la mitad de Estados Unidos hasta Panamá).
A los realistas no les gustaba La Pepa, pues sometía el poder del rey al parlamento. Y a los criollos y nobles tampoco les gustaba, pues igualaba sus derechos a los de cualquier hijo de vecino, llámense indígenas, esclavos negros no bautizados, etc. Si todos estaban en contra de La Pepa, porqué no darse un abrazo y declararse independientes de ese país que no sabía que hay clases.
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Bandera del Ejército Trigarante |
Total, que después del famoso abrazo de Acatempan, que se dieron amorosamente Vicente Guerrero (jefe de las fuerzas insurgentes) y Agustín de Iturbide (supuesto azote de insurgentes) y de la firma del Plan de Iguala, entró el Ejército Trigarante a la capital (16 mil soldados que garantizaban la religión católica como única, la independencia de México de España y la unión entre ejércitos enemigos).
La independencia, finalmente, se firmó el 27 de septiembre de 1821 y posteriormente se declaró el imperio mexicano como estado independiente, coronando a Iturbide como Alfonso I de México.
Y así estamos. Celebrando la independencia con un grito que no fue, en una fecha que no toca (diversas fuentes indican que la costumbre del grito proviene de la celebración del besamanos de Porfirio Díaz, que cumplía años también un 15 de septiembre) y la libertad de un país en el que, aún hoy en día, no se disfruta de la igualdad entre todos sus ciudadanos.
O sea, que este septiembre y por culpa de este artículo descubrí varias cosas: que el león no es como lo pintan, ni todo lo que brilla es oro. No todos los insurgentes son padres de mi patria, ni todos los realistas eran conquistadores españoles, como tampoco todos los héroes lucharon por aquello tan bonito que nos contaron en la escuela .